Tierra Yerma

Inspiraciones, cartas, cuentos, narrativas, reflexiones y escritos de su autoría.

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Xabi
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Tierra Yerma

Mensaje por Xabi » Jue May 03, 2012 01:20

Hola amig@s,

Esto más que un relato es una pequeña reflexión de mis sencillos paseos por el monte de los alrededores de mi casa:

Llevo por lo menos doce años recorriendo incansable los caminos y veredas que conforman los alrededores del pequeño pueblo en el que vivo. Desde entonces, y siendo yo ostensiblemente más joven, por tanto más ingenuo, no he conseguido cansarme de visitar el monte, de pisar su tierra, ya estuviera seca y polvorienta, ya estuviera húmeda y pegajosa. Seguramente no pueda recordar cada árbol, cada rama, cada brizna ni cada piedra, pero cierro los ojos y enseguida aparece ante mí la misma estampa: una amplia extensión de terreno semibaldío y mis queridos perros olfateando algún rastro de conejo o de perdiz. En el fondo son ellos los que más me han enseñado a disfrutar con lo que sin duda más aman, y que, lo queramos o no, nos acaba tirando, como a las cabras. Ha sido su felicidad por el simple motivo de sentir la tierra bajo sus patas, de pegar el hocico a la maleza y de averiguarlo todo con ese gran sentido que tienen por lo, para ellos odorífero, la que me ha hecho sentir la naturaleza de la misma manera. Cuando miro como el viento agita su pelaje, sus grandes y bellas orejas, y levantan el morro por un aire que les ha venido y que, tal vez, les indica que a un centenar de metros y en medio de una viña se esconde una gallinácea de vuelos defensivos y rasantes, puedo afirmar que, en ese momento y con esa contemplación, soy feliz. Me embarga una extraña alegría y un gozo que me acerca a los guijarros que crujen bajo mis botas; a ese cielo manchado de nubes que parecen tener prisa por llegar a algún lado, que siempre es el mismo; a esas montañas lejanas tan abruptas y rocosas; a esa higuera frondosa de la que cuelgan unos frutos más dulces que la miel; a ese raposillo al que, en duermevela, le ha parecido más sensato salir huyendo que quedarse agazapado y ser descubierto.

Este lugar, que cada año pasa por las mismas etapas, íntimamente ligadas a cada estación del año, apenas cambia. Por él siguen circulando tractores en dirección a alguna finca que sembrar, que cosechar o que roturar. Sus conductores, afables desde las cabinas, siempre saludan al caminante, mientras dejan profundos surcos en ciertos tramos de los caminos, que después intentarán, con poca fortuna, allanar y adecentar con montones de cascajos. Año tras año los escasos árboles que dispersos intentan embellecer un poco el paisaje, parecen estancados en un momento concreto, en el que decidieron no crecer más, mientras esperan el día en que les toque su hora y que los encontrará, inmóviles y enhiestos, en el mismo sitio que los vio nacer. De igual forma algunas arboledas de pino silvestre desperdigadas, que apenas encierran algún pequeño misterio, dejan pasar el tiempo entre sus altas copas y su ramaje pelado que casi llega hasta el suelo. Algunos pequeños sotos de árboles foráneos dan testimonio de una antigua e infructuosa intención de repoblación que dejó como curiosidad precisamente su vegetación diminuta y mermada, por ser extraña e inadaptable. Y mirando hacia oriente está la zona donde se haya el pequeño regadío del coto, que recorre un riachuelo que en verano apenas lo remoja un hilillo de agua, que se escabulle a duras penas por su cauce, entre las rocas y que, exhausto, consigue solventar los suaves recodos del recorrido. Y de este ya de por sí exangüe arroyuelo, los pocos afortunados que poseen una huerta en las inmediaciones de alguna de sus tupidas riberas, terminan por exprimir los pocos vestigios de líquido elemento que debería albergar el desgastado afluente. Cierto es que, tal y como lo pinto, es apenas un páramo dedicado al cultivo de cereal y vid en masa. El conductor que pasa veloz y más atento al asfalto y las noticias radiofónicas que al campo que lo rodea, sin duda tendrá esta percepción, y no es para menos. Salir por la puerta de casa y poner los pies en los comienzos del trayecto, conduce a la soledad de estos parajes tan poco transitados que, sin embargo, esconden tanta vida.

Motivos hay también para el enfado o la tristeza, y éstos se dan en forma de cazadores desalmados y faltos de sensatez. A partir del día de Todos los Santos, cuando se abre la veda, sin embargo, no dudan en profanar y poner en peligro aquello que da, durante unos cuantos domingos al año, alguna que otra satisfacción a sus ansias por disparar a algo vivo. Algunos de los animales que habitan la zona son las perdices. Resulta muy hermoso descubrir bandos de esta ave allá, bajo el sol de la canícula. Son entonces grupos familiares formados por uno o dos adultos seguidos muy de cerca y tan rápido como les dejan sus pequeñas patas, por una decena de perdicillas en miniatura. Mientras éstas huyen entre un campo de olivos, siguiendo a uno de sus padres, el otro, agazapado entre algunas aliagas, surgirá al poco haciendo sonar con estruendo sus alas en su bajo vuelo, con la intención de despistar al posible predador, en ocasiones no más peligroso que alguien que avista, con la sonrisa en los labios, a unas tímidas plumíferas tan difíciles de hallar y que tanto afán ponen en esconderse. Desgraciadamente estos habitantes de continuo que, a diferencia de otras especies, no emigran en invierno, no suelen ser toleradas por los gatillos demasiado fáciles de unos hombres a los que les importa más llenar una saca furtivamente que no rebasar un cupo mínimo de piezas. Asomarse a la ventana de casa los domingos y escuchar el tiroteo entre campanada y campanada que llama a la oración de la santa misa, me resulta cada año más triste y falto de sentido.

El desesperado caso de los conejos silvestres resulta en una visión espeluznante, que he tenido que soportar con el paso del tiempo y no con menos pasmo e irritación. La peste o tomatosis, como la llaman, proviene de Francia y fue creada de modo artificial en algún laboratorio. Hace ya mucho tiempo, en una época en que la población leporina crecía de manera desmesurada por culpa del propio ser humano (al introducirla en otros ecosistemas, como el de Oceanía), a alguien se le ocurrió la genial idea de crear un virus que regulase el número de individuos de la especie, que se estaba multiplicando de forma excesiva. La mixomatosis fue creada para terminar con la superpoblación de conejos de Australia. Pero su 'inventor', un médico galo, quiso hacer una prueba en su propia tierra, con la que consiguió erradicar a la mayoría de estos animales. Una vez que el virus cruzó los Pirineos y se estableció en la península, comenzó la devastación de una tierra, España, llamada así por los antiguos fenicios por tener como signo de identidad a este pequeño ser (Tierra de conejos) que la habitaba en un número considerable. No han sido pocas las veces que, pesaroso, he divisado en medio de un camino a un pequeño conejo que no tenía ni fuerzas para huir, con los ojos inflamados y con dificultades para respirar. Hoy en día me es muy difícil divisar un conejo en mis paseos por el monte, lo que me apena mucho. Actualmente los miembros de esta especie parece ser que están desarrollando anticuerpos de manera natural contra el mal, lo cual me alegra y me hace pensar en que tal vez, de aquí a unos años, mis perros y yo podamos disfrutar con el olor y la visión de los que una vez pusieron nombre a esta tierra.

La figura agreste, hirsuta, chillona y malhablada del pastor y su rebaño es una pintura propia de estos lugares. En compañía de dos o tres perros pastores, que se afanan con alegría en su cometido, un hato de ovejas se mueve al unísono en una misma dirección, buscando cualquier matilla que arrancar y que estrujar entre sus gastadas muelas. Se asemejan, sin despegar las pezuñas del suelo, a esos bandos de estorninos que, en la temprana decadencia del otoño, dibujan en los atardeceres esas figuras volátiles que conforman un verdadero espectáculo de miles de aves en un mismo movimiento. Son uno de los rasgos más característicos de la temporada preinveral. Y mientras éstos luchan por no chocar entre sí, el rebaño ovino recorre los pastos, o por lo menos lo que queda de ellos, con un montón de berridos y el campaneo de los becerros que cuelgan de sus pescuezos. Mientras, observan un tanto agitadas como un caminante les pasa muy cerca, tirado por unos perros, que ha tenido que atar, mientras el pastor le echa un buen trago a la bota y saca del zurrón un trozo de queso rancio y un mendrugo de pan pétreo, que masticará con la boca abierta, escupiendo enormes tropezones en su grito por intentar mantener su grupo lanar lo más compacto posible. Más de una vez, en mis solitarios paseos, me he encontrado con alguna oveja que, creyendo extraviada, lo único que había hecho era abandonar a las demás para, entre dos peñascos llenos de embrollada maleza, parir un corderillo al que intentar esconder, lo más seguro al conocer, por el instinto de tantos siglos de su especie, el trágico y próximo final de su pequeño recién nacido.

Sólo me resta seguir pateando los senderos como he hecho siempre, mientras los tiempos cambian, pero que apenas parecen afectar a una tierra que se mantiene igual temporada tras temporada. No me canso de visitarla, casi a diario, ya sea tomando la ruta más meridional, que empieza con el pequeño camposanto del pueblo, o la del lado más septentrional, que deja a lo lejos la hermosa visión de un poderoso monte de pie y faldas frondosas, con varios picos de piedra desnuda y coronado en el más alto por una antena de radio. Y siempre me queda la alternativa del este, por donde van llegando los peregrinos en su trayecto hacia Santiago. Tal vez algún día abandone estas tierras que tanto he recorrido y que son reposo de mis queridas criaturas; otro motivo, si no el más importante, para regresar una y otra vez a los caminos que siempre esperan mi retorno. Así, escondida en una arboleda, fuera del alcance de los ojos de cualquier caminante extraño, se esconde el lecho final de una de mis amadas perritas, mientras que, disimulada entre la vegetación y a los pies de un sotobosque ralo, un montoncito de piedras ocultan los restos de mi otra longeva amiga, "perra de canes decana". Son, pues, dos puntos de peregrinación que visitaré el resto de mi vida, me halle donde me halle. Y ahora mismo, en la quietud de la noche, en el silencio de la oscuridad, aún puedo escuchar al monte, que me llama, porque me echa de menos, pues siempre se siente solo, como jamás lo he estado yo en su compañía.


¡Un abrazo!

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Ciclamen
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Re: Tierra Yerma

Mensaje por Ciclamen » Jue May 03, 2012 06:18

Solo decirte,olé,olé y oleeee..
vamos,como que lo he vivido...Xabi..
Un valor a la naturaleza...que ciertamente se añora..
Felicidades por saber describir tan bien..
Y..sigue con ese amor al monte..a la paz que brinda,gratuitamente..
Me ha encantado..!! :aplauso:

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Xabi
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Re: Tierra Yerma

Mensaje por Xabi » Jue May 03, 2012 07:39

Muchas gracias amiga mía,
Es lo que me expresa el monte.
Para mí algo tan simple como
el caminar es lo mejor que hay.
Este verano, por fin, voy a
hacer el Camino de Santiago.
¡Qué gozada! Un abrazo.

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