Quiero el último beso,
que las venas se hinchan amoratadas,
como si en los labios entrase el rigor mortis.
Serán mis carnes, carne del estudio,
con cinceles y navajas moldeando la nervadura interrumpida.
De las manos más suaves se colmarán las frentes
de moribundos ojos dopados
siguiendo al cuerpo joven y cruento de una enfermera frívola.
La luz padece en silencio como muerta, estática,
clavada en el reloj maldito
que a pasivos vuelve psicóticos.
Es delicia entre pesares,
las mujeres que devuelven la vida
nutriendo las venas torrentosas
y la morfina haciéndome híbrido
entre el arsenal y la camilla.
Parece hervir densa la sangre
subiendo al cerebro cansado; entonces,
los ojos que se pierden en los ojos,
que miran como la vida se queda
pegada a la piel en un parche.
Quiero el último beso,
que las venas se hinchan del placer
de sentir al cuerpo aún caliente
y la náusea hurgando el estómago
como sondas cruzando la humanidad enferma;
con el suero en las mangueras como riendas del carro
que nos traerá de vuelta desde la sangre
que se nos arranca inevitable,
anestésica por debilidad
y ahí los pies que se van por los helados pasillos
intentando saber a quien llevan consigo.
Otra vez la suave mano,
diluyendo el delirio y las agujas que destilan por la frente;
que caen de la bandeja inoxidable
al sollozo de unas ampollas vacías
y los vendajes manchados en el cuerpo
marcado por la desgracia;
lo nocivo de pretender a la luz adherida al vidrio
y los pasos en el aire,
flotando en el aliento de hospitales.
Quiero el último beso,
que las venas se hinchan iracundas
pretendiendo eludir la cisura;
la crudeza en la dermis como párpados rojos
que lloran otras lágrimas,
cuyo interior guardará cautiva la memoria sangrienta
y serán sus pestañas
el hilo que los cegará para siempre.
