El peso de la cruz
“El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.”
(Mateo, 10:38)
En mi cuerpo todo penetra, se redime la luz y crece
para amanecer contando los latidos que tañen sobre el ancho cielo,
donde exhalo muerte y vida.
La luz, despojada de sombras, quebranta mis penurias
transfigurando mi existencia, levita, silencio puro,
desposeída de tinieblas y naufragios.
Toda mi amargura yacerá extinta, mi vanidad aniquilada,
arrancada la corona de espinas que ciñe mi corazón,
transfigurada mi existencia: un solo hálito, una misma fe, un solo espíritu.
Derramar la sangre, sufrir ofensas, recibir azotes,
desamparado, angustiado, perdido, maltratado,
labrar el espíritu, mantener la esperanza, entre las cadenas,
escribirla en el corazón, seguir el camino, caer y levantarse,
cultivar el espíritu, templo de luz que recoge soledades,
alcanzar la vida.
Ojos que me guarecen de vigilias y desvelos,
ojos que despeñan desconsuelos.
No hay oscuridad en los ojos, no hay dolor: hay luz.
Ramas de olivos bailan enlazadas
en la penumbra amarillenta del fuego,
rompiendo las tinieblas que oscurecen y ciegan el corazón.
Como una flor rota, sin consuelo,
deshecha en la angustia y la agonía,
como gaviota aturdida en la tempestad,
mi fe acoge la luz, para no caer en la tentación.
Cruzadas mis manos en plegaria,
bebiendo del cáliz
que hilvanará el amor en mi cuerpo.
Se tiñen de sangre los guijarros, hablan las ramas del ciprés
ocultas en la umbría de nubes enrojecidas, mudos sollozos,
arpegios del peso de la angustia que desmenuza el viento
sobre la tormenta que quiebra mis alas.
Triste peregrino hacia el calvario,
cansada alondra que descansa el dolor sobre espinas,
mientras la vida tan solo es la muerte que me reclama,
arrastrando en el camino el peso de la cruz.
¿Qué brisa fresca soplará mi rostro?
¿Qué manantial apagará mi sed?
¿Qué luz alumbrará mis tinieblas?
¿Qué sendero de flores será cuna para mis pies?
Sólo un momento de plegaria.
Quebradas las líneas del silencio,
el dolor del pecado, el dolor de la caída,
noche de penitencia sobre los rincones del cielo
que entrevén mis sigilos.
Hay silencio en las palabras,
silencio en el rezo,
silencio en el tormento,
silencios transidos de dolor.
Lloro este silencio en el que camino.
Oigo temblar el silencio.
Un vago aroma de azahares se estaciona en mi silencio,
y es un grito de amor en la penumbra del calvario.
En blancas rosas se transfigura mi cruz,
coronas de ternura ciñen en mi piel
cuando se deshoja la voz de mi oración.
Soy templo de mi propia existencia,
templo donde se aloja el dolor
y se prende la esperanza,
donde vivo y existo,
donde arrecia la tormenta y el milagro,
donde el amor y el desamor se hacen luz y oscuridad,
donde esbozo los relieves de la vida.
Bienaventurados los que aman, porque la piel del corazón
esculpirá el amor sobre las sombras.
Bienaventurados los que no aman, porque siempre habrá un camino
donde callado esperará el amor, para calcinar todas sus sombras.

El peso de la cruz © francisco javier silva
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